Me cuesta pasear con mi madre, pero hace unos días aceptó mi invitación.
Bajo a la frutería que hay debajo de casa a comprar medio kilo de cerezas, pillo el coche y me voy para Irun.
Por el camino la llamo por teléfono:
-Ama, prestatu eta buelta bat emango dugu (Ama, prepárate que vamos a dar una vuelta).
No echa mano del catálogo de excusas y dolores varios (lluvia, calor, la rodilla, los huesos…) y no le queda más que resignarse.
Aparco el coche y subo a casa. Vive en el segundo piso. Son las seis y media en punto. Lo sé porque he mirado el reloj y lrecuerdo la hora.
Nos dirigimos a la plaza que está detrás de su casa. Hay varios hombres sentados de charleta mientras miran a los perros que han sacado a pasear. Solo conozco de vista a dos de ellos. Cerca hay un tercero que mi madre sí conoce. No nos ha visto y, por tanto, no hay saludos de rigor.
La siguiente meta volante es un parque que está al otro lado de la carretera. Nos hemos cruzado con varias personas de fuera: magrebíes, africanos, latinos…
–Laster ez dugu inor ezagutuko (pronto no vamos a conocer a nadie), dice mi madre preocupada. Hobe (mejor), pienso para mis adentros.
Nos hemos sentado en uno de los bancos.
Cerca hay tres mujeres que, aparentemente, cumplen el perfil abuela-hija-nieta. Tres chavalitos flipan con el nuevo skate, lástima que todavía está en construcción. Un poco más alla cinco o seis niñas y un niño.
Pasan varias personas algo más jóvenes que mi madre. Me cuenta algunos detalles sobre alguna de ellas.
Ha refrescado y es hora de moverse. La siguiente parada es el jardín que los hermanos de La Salle tienen en la trasera del parque.
Hay varias placas que recogen los nombres de varios frailes muertos desde la década de 1950. Las primeras están escritas en castellano, pero a partir de determinado año que ya no recuerdo están en euskera. Leo los nombres de varios y únicamente conozco a uno de ellos: es el escritor Patxi Ezkiaga.
Salimos de allí, cruzamos la carretera de nuevo y nos sentamos en el parque que hay delante de casa. Hay un zona de juegos infantil y varios personas miran cómo juegan los críos.
Me ha llamado la atención un tipo malencarado. Ha cortado una caña de un pequeño cañaveral que hay en una esquina. La limpia con la ayuda de una navaja. Tiene a dos chavales a su cargo, pero no les hace demasiado caso. Y cuando se dirige a ellos el cariño brilla por su ausencia: «No llores, joder»; «Si os hacéis daño, ¡allá cuidados!»; «¡No toques el palo! ¿Por qué? Porque es mío…» Perlas de este tipo una detrás de otra. Uno de los chavales, el más pequeño, le llama tío.
Cuando el palo ha quedado a su gusto, toca a rebato, y les dice que ya es hora de irse para casa.
Deja los restos entre la hierba sin hacer ningún gesto para recogerlos.
–Ez da kapaza izango dena hor uzteko, ezta? (No será capaz de dejar eso así), me pregunta mi madre.
¿Qué no? ¡Por supuesto!
P.S.: ayer volví a pasar por allí y todavía quedaban algunos restos.
Amarekin paseoan, apunte hau euskaraz.