Hace unas semanas hablé aquí de Pancho Ramos, un lector argentino de Javier Ortiz que me hizo llegar el listado de canciones favoritas de Ava Gardner.
Pero la cosa no quedó ahí. Mientras leía la primera entrega de los Diarios de Chirbes, me encontré con unas líneas de este en las que se refería a un amigo suyo de igual nombre y apellidos. Se lo hice saber a Pancho, y este me confirmó su relación. Además, me envió un texto en el que cuenta una última visita a Beniarbeig en enero de 2015, siete meses antes de la muerte de Chirbes.
Me gustó el texto y le pregunté que dónde lo había publicado. Me contestó que era inédito, que sólo se lo había enviado a varias personas cercanas.
Le dije que me gustaría publicarlo por aquí. Me pidió un tiempo para repasarlo, y me lo envió hace unos días.
Os dejo con él. Fijaos en el recorrido por Valencia que propone el maestro.
Muchas gracias a Pancho por su generosidad.
Rafael Chirbes, enero 2015
Crédito de la fotografía: Fundación Rafael Chirbes.
Llegamos a Beniarbeig un mediodía en los primeros días de un mes de enero tan templado y suave que parecía primavera. El silencio en el pueblo, de escasos 2000 habitantes, sólo era quebrado por el susurro de alguna escoba o por el ruido de algún auto que atravesaba lentamente las calles.
Preguntamos por la casa que buscábamos: «pasando el cementerio el camino de la izquierda», nos había dicho el propietario. Subimos por la calzada que trepaba revuelta hacia las afueras; cuando estábamos llegando llamamos por teléfono y recibimos las últimas instrucciones: «escucho el ruido de un coche y los perros ladran, están cerca».
La última vez que nos habíamos visto había sido después de que recibiera el Premio Nacional de Narrativa por Crematorio. Unos años antes, a principios del 2000, nos habíamos encontrado en Valencia porque se había ofrecido para servirme de guía en una ciudad que yo había visitado muchas veces: «La gente ya no viaja, solo quiere estar en lugares». El paseo por la ciudad fue intenso, exigente, y me trajo destellos de un tiempo en el que las cosas parecían inmóviles y fieles a sí mismas: cuando nos encontrábamos para leer o comentar libros en su casa de la calle Isla de Aroza, mi primer domicilio en Madrid. Habíamos quedado en encontramos, poco después de mi llegada, en un bar cercano a la estación de trenes del Norte. Rafa me esperaba acompañado por su pareja de ese momento, un Jupien jardinero, y me lo presentó con humor y desenfado: «Estaba celoso y quería conocerte. Le dije que habíamos vivido juntos y que no nos gustábamos, pero quiso venir a comprobarlo». Recuerdo que mientras caminábamos por la Ciudad Vieja de Valencia, por una callejuela donde los traficantes de drogas negociaban de forma organizada y silenciosa, me preguntó «¿por qué crees que ha desaparecido el paisaje de la novela contemporánea?». O detenerse más adelante para explicar, delante de una puerta gótica, las causas que habían impedido el desarrollo del románico en esa comarca. Después vimos edificios burgueses de comienzos del siglo XX, cuando el cultivo de la naranja permitió el enriquecimiento de un sector que volcó esas fortunas en la construcción de sus casas. Terminamos cenando y conversando sobre las cosas que nos acercaban a pesar del tiempo y la distancia: libros, cine, comida, política, cotilleos.
Nos mantuvimos en contacto, a través del e-mail, de esporádicos llamados telefónicos y de una visita suya a Buenos Aires con ocasión del Congreso Internacional de la Lengua Española que se hizo en Argentina a finales de 2004.
Pautamos las condiciones de la visita a Beniarbeig en aquel invierno del 2015, a menos de seis meses de su sorpresiva muerte, a través de un e-mail. Le dije que atravesaríamos los 500 kilómetros que separaban Madrid de su casa si la comida merecía la pena y no le daba por improvisar. Después de mil quejas (su salud, mareos, la dificultad para concentrarse, las pocas ganas que tenía de escribir) me prometió que así sería. Un día antes de nuestra visita recibí un mensaje en mi celular: «compraré unas anguilas para un all i pebre, tengo alcachofas del huerto para una paella, jamón que traje de Extremadura y vino de la zona. ¿Alcanza para el almuerzo? A la noche podemos acercarnos a cenar a Denia». Le respondí que aprobaba el menú pero que lo de Denia lo dejábamos para otra visita porque teníamos compromiso para esa noche.
Subimos al AVE con mi mujer para alcanzar Valencia, alquilamos un coche y atravesamos los últimos 100 kilómetros que nos separaban de Beniarbeig. Llegamos cerca del mediodía para abrazarnos. Lucía frágil y descuidado a pesar del fular que envolvía su cuello. Los zapatos eran sólidos y con cordones, pero las medias eran incongruentes. La primera impresión que recibí fue de soledad, una soledad construida con partes de astucia, vitalidad, ironía e inseguridad. Quería agradar sin ser dócil y aprovechó una de las primeras frases de Andrea para hundir el estoque.
– Qué pesados Rafa, venir a molestarte cuando estás tan tranquilo.
– La verdad es que lo pensé.
La casa en que habitaba es un antiguo depósito reformado y dividido en dos plantas en donde el propietario vivía acompañado por dos cuscos, Tomás y Ramonet: «Cada día me parezco más a una escritora inglesa, una finca en el campo y perros». En la parte inferior de la propiedad se encontraba una cocina comedor, un escritorio y más allá un baño y una habitación. En casi todas las paredes estantes con libros colocados en doble fila. Muchos en francés, porque como me dijo una vez en que le pregunté por una traducción de Stendhal: «No lo sé y no quiero ser pedante pero esas cosas las leo en su idioma».
Encima de una mesa estrecha, sobre una peana de más de dos metros y pegada a la pared, se desplegaba un belén. Allí estaban los Reyes, el asno de la huida a Egipto, el portal, los pastores, la estrella de Oriente, el ángel de la Anunciación, ovejas y gallinas. En un costado, sobre un espejo de agua resplandeciente, simulado por un plato de cristal transparente, unos patos. El Hijo de Dios estaba donde debía, entre la mula y el buey, para recordar que los habitantes del pueblo les habían negado alojamiento. Lo observamos con cuidado y Rafa comentó, sin ironía, que había cambiado recientemente la figura del niño Jesús.
Crédito de la fotografía: Pancho Ramos.
Como era la primera visita de Andrea insistió en mostrarle la propiedad. Salimos de la casa por la puerta delantera y, después de indicar con un gesto la escalera exterior, dijo que conducía a su dormitorio y estudio que estaban en la parte superior de la construcción. Fuimos hasta el portón de entrada que está pegado al camino comarcal y lo atravesamos para llegar a un terreno que sirve de huerto. «Se lo he cedido a un payés que está en el paro para que lo trabaje y a cambio recibo acelga, lechuga, zanahoria, habas, cebollas…». Volvimos a la casa y procedimos a la entrega de los presentes. Un libro editado por la Biblioteca Nacional llamado Borges, libros y lecturas y otro titulado Kafkas de Luis Gusmán.
Después llegó el momento de cocinar y lo hizo rápido, mientras conversábamos un poco de política: «Hace años que no voto, pero creo que está vez lo haré por Podemos«. Más tarde hablamos de Argentina, de mi trabajo y, como era inevitable, de la memoria, los testigos y la narrativa que ha tocado ese tema. La línea que se inicia en «yo estuve allí y puedo contarlo», pasa por testimonios -el Diario de Gide, el de Pavese, las antimemorias de Malraux– y termina en las novelas de Balzac o Galdós. «Max Aub dijo que ya se había olvidado mucho y que poco faltaba para que se olvidará todo, pero que siempre quedaría algo en el aire. Eso es lo que cuenta la novela de Lebert«.
Crédito de la fotografía: Pancho Ramos.
Dio una explicación rápida del all i pebre. No le gustaba perderse en detalles de resabido cuando era innecesario: «Hoy a la mañana hice un caldo con la cabeza y la cola de la anguila. Ahora solo falta el ajo, el pimentón que tiene que ser de la zona. El all i pebre era una comida de pescadores, se comía a bordo de las barcas para reponer fuerzas y no había tiempo ni dinero para salir a comprar pimentón ahumado». Tomó la anguila y le hizo varios cortes en la panza «para que suelte la grasa», después peló unas patatas. Cortamos el jamón, abrimos el vino y dio los toques iniciales al arroz mientras yo revisaba los libros que se apoyaban en su escritorio: El cura y los mandarines de Gregorio Morán, The Jewels of Paradise de Donna Leon, Aden Arabia de Paul Nizan, Expo 58 de Jonathan Coe, El siglo de las luces de Alejo Carpentier, Cómo sentimos de Giovanni Frazzeto, Ni cru ni cuit de Marie-Claire Fréderic y muchos otros desparramados sin orden ni concierto.
Crédito de la fotografía: Pancho Ramos.
Mientras comíamos nos preguntó por el viaje y cosas de nuestras vidas. Un breve ping-pong sobre libros o escritores («quiero escribir sobre esa novela de Carpentier que nos había gustado tanto») y al final de la comida insistió en que no lo ayudáramos con la limpieza.
Subimos a su estudio para buscar unos libros que me quería regalar. La ventana daba a la línea azul del mediterráneo con Denia a la distancia, más allá Ibiza y muy cerca la tierra arrasada por la especulación inmobiliaria. Mientras contemplábamos el paisaje dijo una de esas frases suyas que tanto me gustaban: «Esta era una comarca donde nadie era tan rico como para humillarte ni tan pobre como para no poder invitarte«. Después me dio a leer unas páginas que había escrito para «agradecer» el premio Nacional de Literatura que había recibido por En la orilla. Eran durísimas y pretendía leerlas, si le daban la oportunidad, delante del ministro de Cultura. Despreciaba al PSOE con la misma fuerza que al PP, siempre creyó que al poder solo llegan los peores, y no veía motivos para rechazar el premio. La parte monetaria no lo inquietaba porque pensaba destinarla «a la gente que lo pasa mal».
Al final de la tarde, y ante una pregunta de Andrea, tomó un cuaderno y escribió un recorrido para ella por Valencia, que excluía el IVAM («hay cosas más interesantes»). Un camino que comenzaba en el Ensanche y que debía ser recorrido por la calle Conde de Altea. Después debía contemplar la Catedral, la lonja, el Mercado y el Palacio de la Música. Cuando llegara a la Iglesia de San Juan, frente al Mercado, no debía dejar de observar la veleta que está en lo alto de la fachada y que los valencianos llaman «el pardal de Sant Joan». Blasco Ibáñez le había dedicado una página en Arroz y tartana, explicando cómo lo utilizaban los padres pobres para embelesar a sus hijos antes de abandonarlos a su suerte, esperando que alguien se compadeciera de su desgracia. A la Iglesia del Patriarca, lo dijo con énfasis que no admitía discusión, había que llegar a las 13 horas. Más tarde se podía ver el Mercado de Colón, el Palacio de la Música y el imperdible autorretrato de Velázquez en el Museo de Bellas Artes.
Crédito de la fotografía: Pancho Ramos.
Nos despedimos con un abrazo cuando la luz había abandonado las blancas fachadas y me dio, como regalo de despedida, una nueva edición de La buena letra. En la primera página, lo vi más tarde, había una dedicatoria en donde decía algo relacionado con los casi 40 años de nuestro primer encuentro. De aquel mediodía de septiembre del 76 en que entré al semisótano de la librería Futuro y me encontré con un vendedor bajo y de bigotes que después de dejarme curiosear un poco me preguntó por Argentina. Llevaba tres días desde que había comenzado mi exilio y le respondí con evasivas y alguna ironía. Por un azar, ese es el nombre que solemos dar a la ignorancia, nos encontramos hablando del Doctor Faustus de Thomas Mann, que los dos habíamos terminado de leer con emoción en esos días: las rentas y el estilo. En algún momento me invitó a comer y ahí, en un bar proletario de Argüelles, le conté que estaba alojado en una pensión de la calle de la Ballesta, esperando la llegada de mi mujer e hijo. No lo dudó mucho y, cuando estábamos pagando, me invitó a quedarme en su casa hasta que ellos llegaran.
La noche del día siguiente a nuestra última despedida en Beniarbeig, en aquel día de invierno que parecía primavera, me llamó por teléfono. Quería hablar con Andrea para preguntarle por las cosas que había visto en ese periplo por Valencia que él había recomendado, por la impresión que le habían causado. No fue un examen fácil, el maestro no era fácil de conformar y sus inquietudes escapaban del repertorio clásico. No interrogaba por el contexto, la historia o el detalle técnico de algo visto o contemplado. Le interesaba lo subjetivo, lo personal, la frágil emoción del momento. Como este, en donde escribo estas líneas siguiendo una crítica que una vez hizo a un texto mío y que nunca olvidé: «Pancho, en literatura, la emoción siempre contenida».
Subido originalmente al blog Pedradas en las Voces Amigas de Javier Ortiz: Rafael Chirbes y Pancho Ramos, casi cuarenta años de relación.